martes, 13 de mayo de 2008

Y vivio con la Luna por siempre feliz.


¡La luna llena está muy hermosa! dijo el príncipe mientras se incorporaba lentamente de la blanca cama nupcial. La princesa cubría su pálida piel con los hermosos camisones de encajes que había descubierto en su improvisado ajuar. Le respondió que nunca había visto la luna, mucho menos una completamente llena.
¿Pero cómo mi vida, nunca has visto la luna? dijo él. No querido esposo, mi malvada madrastra y hermanastras me mantenían encadenada y encerrada en el sótano durante las noches de luna para evitar verla, respondió ella llena de melancolía.
¡Qué desgraciadas! ahora están pagando sus culpas en el calabozo del palacio, viendo como se pudren sus cuerpos y almas en la soledad y oscuridad del olvido. Ven junto a mi amada mía, ven y descubre nuevamente algo maravilloso esta noche inolvidable. Desde el balcón se la ve mejor, está más blanca y redonda que nunca. El príncipe se había levantado de la cama y la esperaba semidesnudo, la princesa se apresuró a abrazarlo tiernamente y ocultar su hermoso rostro en su fuerte pecho de casta noble.
Delicadamente él levantó el blanco y terso mentón de la princesa y la besó en sus labios de tulipán, luego con una caricia dirigió su rostro hacia la luna para que la contemplara por primera vez y descubriera lo hermosa y mágica que era.
La princesa miró entonces la luna por primera vez, pero una expresión de dolor extremo la invadió, casi de inmediato sus hermosos ojos celestes se dilataron y se pusieron negros, cayó al piso en contorsiones espeluznantes. El príncipe desesperando trató de levantarla, ella gritaba o más bien aullaba, desgarrando sus ropas, debajo de las cuales una maza de piel y pelo mutaba. Ella comenzó a cambiar, dejando atrás toda imagen que pudiera ser la de una mujer, sus orejas se hicieron puntiagudas, sus hermosos labios rápidamente se convirtieron en un voraz hocico con feroces y crueles colmillos, su pelo la cubrió por entero de un gris plateado que brillaba aún más, debajo de la luna. El príncipe apenas pudo soltar un alarido de horror, mientras la licántropa alzada en sus dos patas traseras, se preparaba a atacarlo y disfrutar de un jugoso banquete.

Desde el calabozo de la torre, la madrastra y sus aterrorizadas hijas oían los gritos de dolor de cada víctima que habitaba el palacio, rezaban y pedían perdón a Dios por no haber cumplido el último deseo del padre de la princesa, de mantenerla oculta del mundo y de la luna, víctima como su hermosa madre de la maldición del hombre lobo.
Un aullido desde el corredor de la torre las alertaba que serían las próximas invitadas al banquete real.

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